La huida.

Me dijiste que te encantaba la forma en la que te miraba... y fue lo primero que te encargaste de derribar.

Clavé mis dedos en tu tierra,
sentí su humedad bajo mis yemas,
escavé y allí de rodillas encontré
esqueletos de amantes perdidos
que se negaron a abandonar y allí  perecieron,
sedientos, presas fáciles del caudal del tiempo.

Y entonces, como en un sueño lúcido,
pude atisbar parte del hilo...
me encontraba sobre tierra yerma, estrato precario,
suelo incapaz de dar a sus frutos más de dos veranos.

Plantas verdes, habitan allí,
plantas caducas, perecederas
que no necesitan un sedimento profundo
dónde hundir su raíz.
Plantas que no conocerán el veinte de Abril.

Tela de araña para náufragos,
que van en busca de algo de aliento a tu manantial,
y solo encuentran sed y sal.

Tierra incapaz de dar alimento a las semillas
de sus pobres labradores,
que deciden ahí quedarse
presos
de las cadenas de la esperanza,
aferrados al quizás, de las sombras de futuros brotes.

Recogí lo poco que de mí quedase
antes de la aurora,
arme un par de troncos y descosí mi bandera.
Al mar me lancé,
dejando que todo botín desapareciese antes del amanecer,
dejando perdido tras el horizonte tu silueta.

Si en mi destino estaba el morir,
no sería desfalleciendo abandonado, 
no sería en ese agujero negro que osabas llamar corazón.


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