Ella.

Era diferente, no le asustaban las caídas, incluso diría que tenía una extraña predisposición a las heridas, tenía casi tantas cicatrices como lunares le adornaban la espalda. Lo que me fascinaba de ella era que cada vez que se caía, se levantaba, se sacudía las rodillas y decía "no ha sido tan grave" y automáticamente pasaba a otra cosa. Era a veces insoportablemente incontrolable, un torbellino, una suave brisa que de repente desembocaba en huracán, y que bien cuando sus rachas azotaban las sábanas de mi cama. Era verano, primavera e invierno en una sola persona, un desierto capaz de ahogarte en polvo o el manantial donde reposar el alma cansada, era batalla y tregua, mentira y verdad, era la jodida vida misma. Cuando reía sabías que lo hacía desde las tripas, de verdad, como solo saben hacerlo los niños, era tan de verdad que el día que dijo que se marchaba desee que fuese como el resto, simple, sumisa, reflejo de esta sociedad, desee encontrar en sus ojos un atisbo de superficialidad y que todo fuese una treta y sólo encontré el reflejo de mi cara ante el espejo, mudo, inmóvil.
Habían pasado ya tantos años, y todas las mañanas el mismo ritual... me quedaba con los ojos cerrados tras la ducha, deseando que el tiempo diese un salto atrás y al abrirlos la encontrase ahí, frente a mi, riendo, "venga llegas tarde, el desayuno está ya".
Pero como pasa con la vida, hay cosas que dejamos pasar.

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